Reflexiones sobre una vida de verdad.


"Si la vida fuera fácil, perdería todo su interés"

A lo largo de nuestra vida, pasamos por momentos varios con sensaciones varias. Primero eres un niño, y no tienes consciencia de nada. Luego te conviertes en un preadolescente, y crees poder comerte el mundo y cogerlo en la palma de tu mano. Luego te haces mayor y empiezas a comprender posibles errores de los que después te arrepientes pero, sin explicación lógica, volverías a cometer. Luego llega la mayoría de edad o la madurez rápida y ves todo desde una perspectiva diferente...
Sí, es verdad que nadie está exento de tener más o menos problemas a lo largo de su vida pero ¿qué si no? Si no tuvieramos nada por lo que luchar y a lo que enfrentarnos la vida se convertiría en algo tan monótono que acabaríamos por desintegrarnos en nuestro propio yo. Por eso debemos coger nuestra vida por los cuernos, subirnos al tren de nuestros propios sueños y luchar. Luchar. ¿Preferimos quedarnos quietos y ver como todo pasa o pasar a ser parte del juego y sentirnos integrados?
Es por eso que siempre que tengamos dudas debemos mirarnos al espejo y mirar quienes somos, descubrir para que estamos aquí, y no movernos hasta que descubramos nuestro propósito en la vida, porque no será sino ese extraño que te mire desde el otro lado del espejo quien te guie y te enseñe lo que aún te falta por aprender.

En conclusión, no es que estemos solos, sino que a la hora de la verdad tenemos que pararnos a pensar y conversar con nosotros mismos. Nadie más que nuestro yo interior nos sabrá guiar por los caminos escabrosos porque al fin y al cabo, nadie mejor que nosotros mismos nos conoce en cuerpo, alma y espíritu.

Laberinto de cristal.



Sabía que la situación en la que me encontraba no era la más idónea de todas para ser feliz. Sabía que lo que me esperaba una vez saliera la verdad a la luz, sería complicado. Pero nunca pensé que la gravedad de la situación me hiciera alcanzar estos extremos, no hasta el punto de querer desaparecer del mundo por el simple hecho de ser…homosexual.

Nací y crecí rodeado de los ambientes típicos de un pueblo pequeño de la España profunda. Al no superar el número de habitantes los cuatrocientos todo el mundo se conocía, y ese fue mi principal problema. Cuando sentí algo en mi interior cambiar me asusté, no comprendía que me pasaba y pensaba que era pasajero, pero no fue así. Con el tiempo me di cuenta de que mi orientación sexual no era la convencional y me acepté tal y como era, lástima que no todo el mundo pensara igual.
Cuando cumplí doce años, decidí sincerarme con mi madre. Fue una de las conversaciones más productivas de mi vida, le abrí mi corazón y le conté que me gustaban los hombres, que tenía ganas de sentir esas míticas mariposas en el estómago, de enamorarme como un día mis padres lo hicieron. Ella se limitó a mirarme con una media sonrisa en el rostro mientras yo le relataba la odisea en la que mi vida se encontraba desde tan temprana edad. Cuando acabé ella suspiró y me dijo unas palabras que se quedaron para siempre conmigo, que jamás olvidaría:
- Rubén, seas como seas yo y papá vamos a aceptarte. Pero debes saber que esto que me estás contando, no va a ser fácil para ti…ni para nosotros.
Al principio no entendí que quiso decir con esa frase. ¿Qué tenía de malo en que me gustaran los hombres? No sería ni el primero ni el último chico homosexual de España, mucho menos del mundo, pero luego me di cuenta de que cada palabra que mi madre pronunció iba cargada de significado, todo ello regado con una pequeña dosis de miedo. Y tenía razón, con el paso de los años la situación no mejoró y no solo fue miedo lo que sentí.
Mis primeros años de instituto fueron como los de cualquier chico normal, hasta que comenzaron los abusos por parte de mis compañeros. Fue ahí cuando me enamoré por primera vez. Se llamaba Adrián y estaba en mi curso, tenía los ojos pardos y el cabello le llegaba a la altura del hombro, era guapísimo. No podía parar de mirarlo siempre que no se daba cuenta, pero no me di cuenta de que sí había gente que me miraba a mí mientras lo hacía. Comenzaron los insultos y las preguntas. ¿Qué pasa, eres marica?, no sabía cómo reaccionar, era joven y novato y simplemente agachaba la cabeza y callaba. Fue el principio de mi fin. Al no desmentirlo ni afirmarlo la gente sacó sus propias conclusiones y el rumor no tardó mucho en esparcirse, primero por el instituto y poco después al pueblo entero.
A raíz de eso, fue víctima de constantes abusos por parte de todo el mundo. Un día cuando iba caminando para casa desde el instituto un grupo de chicos de segundo de bachillerato me pararon y comenzaron a decirme atrocidades que prefiero no nombrar. Lo que siguió a ese momento fue mi persona arrinconado en la pared de un callejón, recibiendo golpes a por doquier, que no dolían tanto como las palabras y las miradas de desprecio de la gente. Ese día llegué a casa dando tumbos, con el labio roto y la nariz sangrando. Mi madre se asustó y fue la primera vez que la vi llorar por mi causa…por mi culpa.
Pensé que nada podía ir peor y que la gente no era tan mala, pero como siempre mis conclusiones fueron precipitadas y la cosa no se detuvo ahí. Cuando todo el pueblo ya era consciente de mi situación ya que ni mi familia ni yo hacíamos comentarios al respecto se me hizo casi imposible hacer vida normal. Me parecía inadmisible semejante cantidad de homofobia hacia una persona que no hacía más que vivir su vida como otro cualquiera, solo que por otro camino. No les afectaba en nada a ellos, ni a sus familias, y aún así todos mis amigos se alejaron de mí porque les prohibieron ser amigos de un “desviado”. Me quedé solo, sin más ayuda que la de mis padres y la gente que me apoyaba, irónicamente toda a través de internet, ese organismo que todo el mundo tacha de peligroso.
Fueron noches eternas de insomnio, de lágrimas derramadas y de lamentos a escondidas, de los que la única testigo era mi almohada, eterna confidente. Noches en las que miraba a la inmensa oscuridad de mi habitación preguntándome ¿Por qué a mí? Nunca le había hecho nada malo a nadie. Sentía un vacío enorme dentro de mí, me sentía solo...perdido. Allí dónde debería latir mi corazón solo se encontraba un órgano que seguía funcionando por pura inercia, porque si por mí fuera hubiera de dejado de latir hace tiempo.
Cuando cumplí dieciocho años me pasé todo el día en casa porque además de no querer pisar la calle por lo que pudiera pasar, los locales del pueblo comenzaron a negarme el derecho de admisión simplemente por mi condición sexual. Mi madre trató de que ese día fuera especial, pero ambos sabíamos la verdadera realidad de las cosas, cada día me encontraba peor conmigo mismo y ella conmigo al verme sufrir. Trató de poner freno a la situación en la que el pueblo me ponía, pero solo le sirvió para ganarse más enemigos y perder a las pocas amigas que le quedaban. Secretamente la escuchaba hablar con mi padre cuando pensaban que estaba dormido, llorando por mí, llorando por lo que se había convertido nuestra vida.
La gota que colmó el vaso de mi vida ocurrió una templada tarde de abril, y excedió los límites de lo establecido, dejando el respeto por todo ser humano al margen. Cuando salía de mi casa para dirigirme a la farmacia del pueblo vecino a por unos antidepresivos que mi madre y yo compartíamos encontré mi coche nuevo, con apenas cinco días de vida, destrozado. Cristales rotos esparcidos por el asfalto, los espejos retrovisores arrancados de cuajo, pintadas en las puertas delanteras y traseras en las que se podían leer cosas como “Maricón de mierda” o “Enfermo” y un sinfín de ralladuras en el capó y dibujos obscenos. La rabia que sentí crecer en mi pecho no tenía comparación con la tristeza y la frustración que me invadieron. Di media vuelta para volver a casa con una lágrima surcándome la mejilla y decidí no mirar atrás…nunca más.
Entré por la puerta de mi casa para contárselo a mi madre pero no había nadie en ella. Ella y mi padre habían salido a tomar un poco de aire y a descargar la tensión que reinaba en la casa. Estaba solo. Comencé a llorar, pero no fue un llanto normal. Por primera vez en mi vida lloraba con pena, con dolor, y el tono de mi voz en cada lamento lo plasmaba a la perfección. Di vueltas por los pasillos de la casa con ánimo de despejarme pero no sirvió para nada, así que me encerré en el cuarto de baño, lugar en el que me sentía seguro siempre que pasaban este tipo de cosas. Pero esa vez ni mi voluntario encarcelamiento en una habitación de cuatro metros cuadrados logró aliviar mi dolor, un dolor que me destrozaba por dentro y que por más que trataba de expulsar, no se iba. Caminé en círculos como un animal enjaulado, rompí las estanterías de cristal de las paredes y tiré todo lo que había en ellas al suelo, ya nada valía la pena. Cuando ya no me quedaba más por destrozar seguí caminando en círculos hasta que advertí por el rabillo del ojo mi imagen reflejada en el espejo. Frené en seco y me miré. Tenía los ojos hinchados de llorar y las lágrimas seguían sin querer cortar el flujo. Fue entonces cuando lo supe todo. Todos mis pensamientos encajaron como un puzle a medio hacer, dándome la clave de mi vida. Nada iba a cambiar nunca, todo sería siempre igual.
Miré con ojos sombrío a aquel desconocido en el espejo, cerré el puño con fuerza y se lo estampé en la cara, haciendo añicos su imagen de cristal. La mano comenzó a sangrarme profusamente, pero me dio igual, había conseguido deshacerme de aquel ser despreciable que me miraba con ojos llorosos y su imagen dejaría de atormentarme. Me senté en el borde de la bañera, me llevé las manos a la cara y empecé a llorar de nuevo. Lamento tras lamento en la soledad de mi hogar acababan conmigo por segundos. Cuando traté de limpiarme las lágrimas y aparté las manos de mi cara lo vi…la solución a todos mis problemas, un pedazo de espejo justo al lado de mi pie derecho. Lo cogí con decisión y lo miré por unos instantes. Lloré por última vez, besé la foto de mis padres que llevaba siempre en la cartera y la dejé caer al suelo. Apoyé el cristal en mi muñeca, hice un pequeño corte, pero paré. Volví a ver la imagen de aquel desgraciado reflejada en aquel diminuto trozo de espejo y fue entonces cuando hice una incisión profunda a la espera de que la vida que me esperaba después, fuera mejor que esta.



Macarena Soler Alba ; Copyright2011. All rights reserved.

Amarillo

El color amarillo es el color más intelectual. Puede estar asociado a una gran deficiencia mental o a una gran inteligencia.



Amarillo.
Amarillo como el sol que penetra a través de las cortinas celestes de su habitación.
Amarillo como su peluche favorito, al que le puso de nombre Yosie.
Amarillo como el trigo que le llevó a ver su madre cuando fueron a casa de la abuela.
Amarillo como el limón que le echa su padre a la paella, que también es amarilla.
Amarillo como los pollitos que estaban dibujados en sus paredes y no se movían.
Amarillo como los tulipanes que dibujaba su abuelo sobre el lienzo en sus ratos libres.
Amarillo como el teletubbie que más le gustaba y se llamaba Lala.
Y amarillo como el lápiz de cera que ahora mismo sostenía entre sus manos.
Víctor Rivas, de trece años de edad, estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la moqueta azul de su habitación, solo, como de costumbre. Tenía ante sí un trozo blanco de papel en el que dibujaba líneas sinsentido haciendo de la miscelánea de colores, un dibujo abstracto. Miraba el último lápiz de cera que había cogido con especial atención, era amarillo, un color que siempre había llamado su atención y no sabía por qué. Quizá porque era el color más brillante de la gama, o quizá simplemente porque le gustaba, pero era un color que siempre le había fascinado, de hecho, la mayoría de su ropa y cosas de su habitación era de color amarillo. A pesar de tener trece años, Víctor no pensaba como un niño de su edad, de hecho, era algo más especial.




Y este es el primer trocitos de mi nueva novela de una serie que aún no se cuantos libros tendrá, pero en la que todos girarán en torno al mismo tema, las dificultades.

Macarena Soler Alba, 2011. All rights reserved.

Pies Descalzos (Extracto)

Y allí, a la sombra de un descafeinado de máquina para ella y una leche manchada para mí, sucedió. A través de los cristales del café-bar en el que nos encontrábamos se oyó una sirena. No era una sirena de policía o ambulancia, era un ruido agudo y cacofónico que si escuchabas por largo tiempo te hacía llevarte las manos a los oídos para evitar que te reventaran los tímpanos. Ella comenzó a moverse inquieta en su silla mirando a todos lados.

– ¿Te pasa algo yaya? - le dije preocupada, utilizando el apodo que le había puesto desde que era una niña.

Ella me miró con una sonrisa falsa en los labios y se limitó a responderme:

– No, no pasa nada. Solo son malos recuerdos, de cuando viví en la Guerra Civil.

De repente mi curiosidad se encendió como una bombilla, su cara y la expresión de terror que la inundaba aumentaron mis ganas de saber el por qué de aquella reacción. Siempre me había gustado escuchar historias antiguas de mi abuela, pero todas giraban alrededor de como mi abuelo y ella se habían conocido, o simplemente eran anécdotas de mi madre y mis tíos. Pero esto era más que eso. Era un recuerdo amargo. Algo que ella enterraba en lo más profundo de su cabeza con la esperanza de que con el tiempo no fuera tan duro o simplemente...desapareciera. Era una parte importante de su pasado y por absurdo que pueda sonar, quería que la compartiera conmigo. Además también me interesaba saber como había podido afectar una contienda de semejante calibre a una pequeña ciudad como era y es Ceuta.

– ¿Yaya? - le pregunté reticente.
– ¿Si?
– Te...¿te importaría contarme como fue?
– ¿Cómo fue el qué? - dijo enarcando una ceja.
– Tu...tu vida durante la guerra.

Me miró de frente extrañada, y acto seguido sonrió. Una sonrisa que ahora si era auténtica y que reflejaba las ganas de traspasar experiencias para que no se perdieran en el olvido.

– ¿De verdad no te importa escuchar viejas historias de tu anciana abuela? - dijo avergonzada.
– ¡Para nada! - sonreí, le cogí suavemente la mano y la miré, dispuesta a escucharla hasta donde hiciera falta.


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